La historia de mi vértebra
Había una vez una muchacha a la que le gustaba mucho ir a patinar a Ciudad Universitaria. Desde pequeña había aprendido a andar a toda velocidad por las calles y los parques, con sus patines en línea. En los frontenis del club al que iba, ella imaginaba ser la mejor patinadora del mundo. Cuando creció, su padre murió. Fue cuando ella decidió no quitarse la vida, pero sí irse a vivir sola. Decidió una nueva costumbre. Iría todos los fines de semana a la universidad donde sus padres no dejaron que estudiara, por miedo a que se volviera muy política, a patinar. Se sentaría en las columnas de piedra construidas en la zona volcánica del lugar a mirar lo que todavía era un paisaje limpio de edificios. En ese lugar, ella construiría sus primeros poemas y cuentos. Era joven y deseosa.
Ese fin de semana tomó sus patines. Salió en su Caribe viejo, herencia de su abuelo, para ir a patinar a la UNAM. Pero ¡oh, sorpresa!, habían construido un tope de cemento tan grande que ella no se había dado cuenta de nada. Cuando tomó velocidad para la gran bajada que daba frente a la Facultad de Ciencias Políticas, ahí frente a la facultad a la que ella no pudo entrar, lo vio frente a sus ojos. Ya era tarde para frenar. Con un padre muerto y un novio que le había roto el corazón, la muchacha vio su futuro. Era tan grande ese tope que no podía saltarlo. La velocidad tomada ya por la bajada y el peso del cuerpo hacían que avanzara hacia el tope a más de cincuenta kilómetros por hora. Pensó una segunda opción: aventarse al camellón, pero había muchas piedras, lo más probable es que se rompiera alguna pierna o se abriera la cabeza. El tope estaba ya cerca, si intentaba frenar se iría de cara, así que intentó pasarlo. Pasó por encima de él con toda la fuerza que podía tener, pero sus rodillas se pusieron tensas y el tope, entonces, fungió de rampa y trampa. Los patines pegados a sus pies tocaron el otro lado del tope, de nuevo sobre el pavimento su cuerpo estaba erguido, parecía que lo había logrado, pero los patines con el vuelo y lo alto del salto se fueron para adelante: ella cayó con el coxis directo al suelo, que después recibió a su espalda, su cabeza y sus piernas. El golpe había sido tan fuerte que quedó tirada con la cara sobre el pavimento y la mente que intentaba oponerse a la realidad. Intentó pararse, pero unos muchachos que venían en bicicleta del otro lado la acostaron en el pasto, le pidieron que no se moviera y llamaron a una ambulancia.
La madre llegó a Urgencias, el doctor que la recibió le hizo radiografías. A partir de ese momento y con solo 21 años de vida tenía el destino marcado: fisura de coxis y sacro, desgarre de toda la espalda, estiramiento de columna vertebral, hernia de disco en la C5, tres meses de fisioterapia, cama total, sin movimiento por más de tres semanas. Dolor reumático para toda la vida. “Pudo haber sido peor, un poco más fuerte y queda usted parapléjica”, dijo el doctor, como alentando a la joven a sentirse privilegiada del dolor crónico que sentiría desde ese momento.
No volvería a patinar, ni a correr los muchos kilómetros que corría en su juventud. Su obsesión tendría que encontrar nuevos albores, nuevos retos. Tendría que dejar las clases de danza contemporánea que tanto le gustaban y encontraría en su diario y la pintura un nuevo refugio. ¿Qué haría ahora, sola, con una espalda que no funcionaría nunca más de la misma manera? Era muy joven. Encontraría la respuesta.
Con el tiempo el dolor se volvió más fuerte, al grado de tenerla a los 28 años casi doblada e imposibilitada para trabajar. Pero el cuerpo es sabio, dicen, y con el tiempo encontró la forma de seguir, ya no a través del cuerpo, sino de la mente. Su mente se volvió potente y la escritura su oficio. El cuerpo siguió doliendo cada día y cada noche. Se dio cuenta de que, de alguna manera, copiaba las enfermedades de su familia. Quiso deshacerse del hechizo, algunos años lo logró, otros no. El dolor volvía, las lágrimas volvían, el sufrimiento se hacía grito, movimiento, añoranza, enojo, frustración.
Cuando llegó a escribir sobre el sudor, se dio cuenta que toda la idea de salud inculcada desde pequeña por sus padres no podía ser real porque ella ya no podía correr, ni bailar, ni brincar, ni colgarse. Cada vez que lo intentaba sentía un pinchazo en el cuello o en las lumbares. Todo eso le recordaba cada vez más la sensación de pequeñez, de sinsentido y de ser solo un cuerpo que espera que pase el tiempo sin mucho más que poder pensar y sentir.
Pero de alguna manera también
se curó. Se curó de las expectativas de la familia. Se curó de tener que hacer ejercicio y poder ser nada. Se curó de tener que encontrar a alguien para casarse mientras van juntos a jugar tenis. Se curó de tener que ser la mejor. Se curó de tener que competir. Se curó, también, de tener que esculpir un cuerpo. Se curó y la cama fue su refugió para ser floja. Para poder quedarse mirando las ventanas o los árboles. Escribió un cuento, el segundo después de
El espejo, que se llama
Una mañana de raíces, donde una niña deja las alas para convertirse en un árbol. Asentado, enraizado y sin tanto movimiento.
Como no podía seguir patinando se puso a leer, tantos libros como pudo. Se puso a viajar. Y de ahí, el destino fue otro. Como tenía que serlo después de la muerte de su padre, de la enfermedad de la mitad de su familia. Después de que aquel hombre le rompió el corazón aunque le había enseñado a vivir con poesía.