Recuerdo un viaje a las montañas de Francia. Él no podía coger. Yo tampoco. Recuerdo nuestros días escribiendo y caminando. Recuerdo nuestros cuerpos abrazados y dormidos en la misma cama. Recuerdo el calor. Recuerdo que con él compartí siempre de esa manera. El estar. El mirarnos. El hablar. El reír. Recuerdo que él se fue de su país. Yo del mío. Que años después nos volvimos a encontrar. Él con una hija. Yo con un marido. Recuerdo el café que tomamos. Los ojos del mismo color. Las fotografías que me mandó de aquel viaje. El placer de mirarnos de cerca. El placer de caminar por la fábrica de maple. El mapa de la ciudad de México que me mandó meses después de que yo regresé. Recuerdo su deseo. Recuerdo el mío. Recuerdo que eso es más complejo que cogidas que no recuerdo, ni la cara, ni el nombre, ni el lugar. Recuerdo que después de encontrarlo en París, salí huyendo a buscar que alguien me penetrara como nunca antes. Esperé mucho tiempo a que eso pasara. Y cuando pasó, recuerdo que fue en otras montañas, las de Chiapas, donde después él se lavaba y se iba. Yo me quedaba sola, cogida, sin abrazos y llena de nostalgia.
Yo no puedo hablar de lo que sienten los hombres a la hora de coger. No puedo entrar en sus deseos y sus frustraciones. Solo puedo narrar desde afuera, como narradora omnisciente en mis cuentos, lo que ellos hacen con eso que sienten. Pero no lo que ellos sienten. No puedo salir de mi propia experiencia. Lo que sí puedo hacer es leer a otros.

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