Mi madre y mi padre se conocieron en una corrida de toros, se dice, y lo que los unió siempre fue que iban al club a jugar tenis. Mientras mi madre, competitiva como ella sola, no era capaz a veces ni de dejar ganar a su propia hija, yo me peleaba con mi hermana más joven porque era mejor que yo; mi papá tomaba cubas, siempre demás, mientras perdía. Mi padre era un fracasado, mi madre era una campeona, desde este y otros puntos de vista. Y siempre fue así. Mi padre, cuando enfermó, dejó de ir al club a jugar tenis. Sus amigos comenzaron a abandonarlo porque estaba enfermo, mientras mis fines de semana se volvieron rutinarios y solitarios. Pero yo seguí yendo a gimnasia, obsesionada por el cuerpo, por mi culo y por mis brazos, de forma absurda, mientras desarrollaba la nueva enfermedad que me iba a acompañar unos cuantos años, que se trataba de hacer mucho ejercicio, comer mucho chocolate y papás fritas para después vomitarlas, mientras me rascaba los brazos con frenesí.

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