Yo no sé si es cierto que los hijos curan. Lo que es cierto es que, justamente cuando me acuerdo de mi hija, simplemente lloro. Las lágrimas están relacionadas con mi hija, como el dolor del parto que casi me mata. Llorar se ha vuelto parte de la memoria que tengo de ella en el presente. No importa si está en la guardería o está al lado mío. En algunos momentos, el recuerdo de su sonrisa o sus palabras me hacen llorar. No sé bien qué emoción o sentimiento tengo por ella. Podría pensarse en amor o pasión o nostalgia. Es un sentimiento que nunca había experimentado, es como un amor profundo con el que puedo jugar. El amor siempre fue para mí algo relacionado con la violencia, con el querer cambiar, con el viajar, con el conocer, pero pocas veces encontraba en mis parejas la forma de jugar el amor. Cuando jugábamos al amor, siempre acabábamos peleando. En cambio, este amor ha hecho que todo se vuelva un juego. Que pueda yo amar sin ser rechazada, que pueda yo amar sin límites de nada. Quizá con el paso del tiempo tenga que moderar este desborde apasionado que siento por ella, porque se dará cuenta que su mamá la adora como diosa eterna, y le dará vergüenza. Pero mientras es bebé y no entiende muy bien todavía de amor y vergüenza, puedo darle tantos besos como quiero, jugamos a perseguirnos por el piso sin que nadie nos diga nada. Es como tener la libertad absoluta por primera vez, de ser completamente abierta con mis emociones, pero con el pretexto de que hay una bebé a la que puedo apapachar hasta el infinito.
La belleza de este amor es erótica, es corporal, es humana, es cansada, es infinita.
La belleza de este amor es irrepetible, es innombrable, es absoluta.
La belleza de este amor tiene ojos grandes, cafés y brillantes.
La belleza es ella y yo en un abrazo lleno de eternidad.