La ira se apodera de mi cuerpo. Mi mano derecha comienza a apretar el volante. Tengo la mano aguijoneada de ira. Tiembla y se mueve hacia arriba y hacia abajo. Pero no suelto el volante porque voy manejando. La persona que tengo al lado en este momento, es un estorbo. Quisiera comerlo a pedazos, destazarlo y aventar los brazos por la ventana del coche. Continúo mientras mi garganta comienza a secarse de palabras no dichas. Mi cabeza comienza a disparar pensamientos que chocan con el parabrisas. Se escucha música de Sting. Ahí estoy yo, en el medio de la carretera con mis sentimientos carcomidos, mi ilusión diluida en la gasolina que va haciendo combustión y en los minutos en los que mastico las palabras no dichas. Mi cuerpo ha entrado en proceso de pánico. Pero el pánico no es eso que nos han mostrado en las películas. El pánico es un cuerpo colapsado. Ni mutilado, ni aminorado. No es cansancio sino de pánico, y cuando esto sucede, hay algo dentro de uno que excede al cuerpo. No son las emociones, ni los pensamientos, es el instinto de libertad que todos tenemos dentro que, cuando lo sentimos limitado, podríamos ser capaces de brincar un muro de diez metros, o de masticar el cuerpo del amado, o de escupir sangre para liberarnos aunque fuera simbólicamente de lo que nos reprime. El cuerpo tiene sus distintas formas de lograr sacar ese exceso y huida hacia la libertad. Eso es el llanto /