me rompía las costras y me las chupaba. La costra volvía a salir y de nuevo la volvía a arrancar. También me gustaba quitarme los pellejos de las manos y chupar la sangre de la carne viva que quedaba. Lo mismo hacía con los pies, porque era muy flexible y llegaba a morderme las uñas y los dedos de los pies, que a veces dejaba en carne viva. La sensación de dolor me hacía sentir más viva. Aunque al mismo tiempo me provocaba culpa. Esta sensación de no poder parar, de tener un vicio, de no saciarlo más a que través del dolor, hacía que mis hermanos me miraran de forma extraña y que tuviera algo de monstruoso mi accionar. Pasado el tiempo encontré otras maneras de sentirme de esa manera.